La justicia es más rentable que la guerra

Una de las imágenes que más me han impresionado estos días es la de los habitantes del poblado palestino de Beit Rima desalojados por las tropas israelíes apoyadas por tanques y helicópteros artillados. Entraron en la madrugada y los hacinaron en la plaza del pueblo, listos para la hoguera. Hombres, mujeres y niños tiritaban de miedo mientras cerraban las salidas del pueblo para que en medio de gritos denunciaran a los responsables del asesinato del ultraderechista Rehavam Zeevi. Golpearon, arrancaron de los brazos de madres y esposas a quienes ejecutarían sin juicio alguno en las calles, en los olivares o en las cunetas.
Recordaban lo que las SS y la Gestapo hicieron con los judíos en sus guetos, amontonándolos a los gritos del miedo, frío en las plazas y calles de las ciudades que Bertol Brecht evocaría con vergüenza, antes de montarlos en camiones de muerte camino de los campos de concentración. Camino de la nada sin sentido, dolorida y ciega.
Es la imagen opaca y estéril de los turcos masacrando armenios, kurdos y griegos; de los esbirros del KGB amontonando a la población a punta de bayoneta, aterida en plazas con espadaña para montarlos en trenes sin luz y sin respiro para dispersarlos, allende los Urales, en las repúblicas asiáticas, o en Siberia.
Son los militares que masacraron a los indígenas en Guatemala y cuyo grito todavía sale al anochecer en busca de los hijos del maíz para que regresen, hecha triste la alegría. Y a los cielos piden los chamanes que llueva, que tiene que llover a cántaros para limpiar tanta sangre dulce y fresca de esperanzas truncadas. ¡Somos tierra que camina!, musitan en la niebla. Son las brigadas paramilitares que, en el Cono Sur, segaron vidas, eventraron anhelos, sofocaron miedos y emascularon corazones ansiosos de libertad por el delito de pensar, por pedir justicia para todos y por atreverse a soñar un mundo en el que la vida pudiera ser un juego gozoso, en lugar del cumplimiento de una condena dictada por poderes siniestros.
Toda la América andina, ojos inmensos, y el Caribe de azúcar, tabaco y ron; el Africa de la esperanza que alumbraran Nyerere, NKruhmah, Kenyatta, Ben Bella, Cheik Anta Diop, Lumumba, Mugabe, Chissano, Cabral, Sankara, Mandela y tantos otros. Ojalá podamos desde estas páginas rescatar del injusto olvido las gestas de tantos hombres y mujeres que animaron, padecieron y alumbraron vida y esperanzas en los pueblos colonizados como dar al harb, tierra de conquista. Y conquistada, en efecto.
Porque la mayor de las desgracias es que nos arranquen la memoria y nos pueblen con olvidos.
El Sudeste asiático padeció las razias de japoneses y de chinos, de británicos y de franceses, de holandeses y de norteamericanos. Corea y Vietnam, Indochina e India, Malasia y Camboya, Tibet y Birmania ¿Dónde no se derramó sangre de gentes cuyo único delito era participar en el canto de la vida negándose a aceptar que el vivir fuera una condena? Por eso, surgieron los sidhis y hombres santos, Buda y Lao Tsé, Mahavira, Chuang Tzú y los maestros del Tao y del Zen, Zoroastro y los profetas de Israel, Sócrates, Jesús y Mahoma. Para entretener la espera cuyo silencio abrumaba a los hombres del camino. Al igual que en Africa y en América hicieran los ancianos y los hombres sabios, los chamanes y los curadores que se inclinaban ante el árbol para saludarlo antes de abatirlo, porque lo necesitaban para la comunidad.
¡Qué frío sentí al escuchar la voz estentórea y lúgubre del sanguinario Ariel Sharon amenazando con "arrasar Palestina"! Como sin duda padecieron tantos judíos honestos, a lo largo y a lo ancho del mundo, que no suscriben ese extremismo suicida.
Ya parecen estar contentos los hombres de la guerra. Entrechocan cristales brindando por haber conseguido el mayor contrato militar de la historia. En Texas, la Lokheed Martin festeja los 225.000 millones de dólares para construir el avión X-35. Las fábricas texanas construirán 3.000 aparatos mientras su rival, Boeing, anuncia el despido de 30.000 trabajadores. ¡Qué más les da! Ya gestarán otra guerra, o algún conflicto importante pues ya no quedan Estados que se arriesguen a una guerra ni tierras que las soporten salvo los páramos de Afganistán, o algunos de los múltiples escenarios que tiene diseñados el Pentágono, obviamente en lo que ellos denominan Tercer Mundo.
Llevaban años luchando por este contrato. Bush tenía que compensar por su apoyo a los fabricantes de armas texanos al igual que está haciendo con los petroleros. Les hacía falta un conflicto serio después del pavoroso descanso que siguió a la Guerra del Golfo, y a la desazón por no poder seguir armando a dictadores corruptos de Africa, América y Asia, ya que su lugar lo ocuparon los traficantes de armas provenientes del deshielo. Qué paradoja. Menos mal que estaban sostenidos por los blanqueadores del dinero del crimen y del narcotráfico en esos paraísos fiscales que albergan cuentas siniestras protegidas por el sacrosanto principio del secreto bancario.
Después se extrañan de la proliferación de la droga como evasión, del alcoholismo creciente, del grito ahogado en una sociedad dominada por el fundamentalismo del pensamiento único que proclama que el triunfo es para los mejores (bajo la máxima errónea de "cuanto más, mejor; en lugar de cuanto mejor, más"); que no hay sociedad, tan sólo individuos.
La injusticia social alimenta víboras y escorpiones de un malestar que revienta en fanatismos, en fundamentalismos y en locas carreras hacia ninguna parte pero envueltos en el estruendo de balas, misiles, humo o gritos para ahogar el insoportable silencio.
Mientras tanto, miles de toneladas de bombas siguen cayendo sobre el empobrecido Afganistán cuyo pueblo paga las consecuencias de unas guerras de ajedrez con las piezas trucadas: los alfiles son tuertos, las torres de escayola, los caballos sin patas, regidos por una reina loca mientras los peones corren despavoridos.
Ahora resulta que la conjura no viene de Oriente sino de Alemania, que el carbunco es más que probable que proceda del interior profundo y desquiciado de EEUU donde han sido arrestadas 900 personas sin haber encontrado un sólo vínculo con los atentados del 11 de septiembre y sí pistas que conducen a un "terrorismo doméstico", como el que inspiró la voladura de Ocklahoma.
¡Qué pesar para The Wall Street Journal que en doce ediciones culpaba a Irak como responsable de la proliferación de la bacteria! Ya hallarán pretexto para terminar la tarea de ocupar Bagdad que, gracias a Powell, se salvó hace diez años de la quema. Ahora sueñan con hacerse con los campos que rodean Basora.
Desde el 11 de septiembre el presidente de EEUU ha conseguido que el Congreso y el Senado liberasen 60.000 millones de dólares para los gastos de la guerra mientras se reducían 100.000 millones en recortes tributarios para contener la recesión económica.
Una corriente explosiva presiona en Washington por extender la guerra desde Kabul a Bagdad en un Armagedon de incalculables consecuencias.
Mientras tanto, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con su Premio Nobel de la Paz al frente, permanecen en un silencio estruendoso.
Con lo que se está empleando en esta locura que debió atajarse por otros medios que por los de una obsoleta guerra, hubiera bastado para erradicar el hambre, la ignorancia, la enfermedad endémica, evitar la explosión demográfica y mantener vivo a un planeta maltratado y enfermo. Baste consultar el Informe del PNUD de 1998 que cifraba en 40.000 millones de dólares al año, durante diez años, para reparar esas lacras que están en la raíz de tanto malestar y de tanta locura que nos abisma hacia una nueva noche de la historia.
Ojalá sepamos reaccionar pues hoy es siempre, todavía. Olvidamos que la justicia es más rentable que la guerra.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 05/11/2001