Ancianos abandonados en París

En París han enterrado a 63 ancianos muertos en soledad por la ola de calor y que nadie había reclamado, después de semanas, en la gigantesca morgue instalada en los frigoríficos de un Mercado de Frutas y Verduras, al sur de París.
Es espantoso constatar que han fallecido 11.435 personas víctimas del calor en uno de los países más civilizados y ricos del mundo.
Ante el peligro de epidemias y por la saturación de los improvisados tanatorios, los 63 cadáveres restantes fueron inhumados en un cementerio de indigentes en las afueras de París, aunque cada uno dispuso de una tumba individual con una lápida en la que consta su nombre por si algún familiar quisiera conocer su último destino.
El alcalde de la ciudad, Bertrand Delanoë, quiso asistir en un gesto de deferencia hacia esos ciudadanos que encontraron muertos en sus domicilios. No se trataba de vagabundos que dormían bajo los puentes del Sena, ni de los famosos clochards, o bohemios, que tantas canciones inspiraron y cuyos cuerpos suelen aparecer en los rigores del invierno en la fase terminal de su alcoholismo.
Eran ciudadanos con domicilio conocido, que pagaban sus impuestos, y que murieron en la más triste soledad durante este tórrido verano.
La opinión pública europea no es capaz de asimilar este trágico destino que amenaza a centenares de miles de personas ancianas que viven solas y a las que, en muchos casos, descubren los vecinos por el olor que se cuela por sus puertas. Nadie los había echado de menos. Nadie había acudido a su llamada de socorro ante una rotura de fémur, un accidente en su domicilio o una enfermedad banal que los imposibilitó para utilizar el teléfono o gritar de forma que lo oyeran sus vecinos.
Nadie sujetó sus manos, ni secó sus frentes ni refrescó sus labios mientras se enfrentaban al misterioso tránsito en el que sus vidas se apagaban.
Ningún animal padece la experiencia de soledad en el momento de su muerte. Los seres humanos, sí. Y es posible imaginar unas vidas compartidas con otros seres queridos, quizás con hijos y con familiares y amigos. Es necesario representarlos como a nuestros propios padres e hijos, como a un amigo. No cabe ninguna abstracción ante la muerte ni ante la vida, ante la injusticia y la insolidaridad que se apodera de unas sociedades esclavas de vorágines que nos dominan. Es preciso denunciar y gritar para rescatar la memoria del olvido.
Ningún ser humano es una pasión inútil. Toda persona, por el hecho de haber nacido, forma parte de la gran familia humana. Para cada uno de los componentes de la sociedad, el "otro" no sólo es referencia sino componente fundamental de una existencia compartida.
Eso es lo que entendemos por civilización, eso es lo que asumimos como miembros de la sociedad humana. Con independencia de cualquier moral, religión o filosofía, porque aunque la vida no tuviera sentido, tiene que tener sentido vivir regidos por la ética. Lo sepan o no, lo respeten o lo conculquen, en las diversas expresiones culturales, el vivir de los seres humanos y del mundo animado, y aún del medio en que vivimos, tiene un profundo sentido que nos informa y nos sostiene, porque nos anima.
Vivir es un quehacer que es preciso compartir con los demás en un ámbito general de libertad, de justicia y de solidaridad. Vivir con dignidad puede aconsejar a un ser humano poner fin a una situación insoportable. Pero no nos puede permitir que abandonemos en nuestras ciudades a personas para morir en soledad, con tristeza y sin auxilio.
Al menos, el del cariño, la comprensión y la cercanía.
Las autoridades son responsables de la suerte de estos seres porque hoy es posible arbitrar medios para identificarlos y mantener servicios sociales que los cuiden. Pero la mayor responsabilidad está en las familias y en los vecinos, en los educadores y en el ejemplo que damos a nuestros hijos.
De ahí que el propio presidente de la República decidiera acompañar al alcalde de París en solidaridad ante este grito de inhumanidad que se extiende por la rica y desarrollada sociedad de consumo europea.
Ahora ha sido el calor, durante todo el año son la enfermedad, los accidentes o la infinita tristeza de saberse abandonados.
En ningún pueblo de economía de subsistencia se abandona a los ancianos, sino que se les venera, se les reverencia y se les considera como clave de la vida familiar y social. Cualquier anciano es responsabilidad, no sólo de su familia sino del grupo social, y su pérdida es sentida por cada una de las personas como algo personal.
En las sociedades aparentemente desarrolladas y que tan sólo lo son en crecimiento económico y en posibilidades científicas y técnicas, no es de recibo asistir cada año y cada día a este espectáculo de seres humanos que mueren abandonados.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 05/09/2003